16.11.06
Rufo
La naturaleza siempre sigue su curso, San Francisco respetaba y quería a los animales por el solo hecho de ser hijos de Dios, por el hecho de venir del Creador.
La pérdida de nuestro compañero de andanzas es un dolor único e irrepetible. Una experiencia que hay que vivir en carne propia para poder entenderla… Echamos de menos sus ladridos, sus juegos e incluso sus malacrianzas y manías.
Pocas pérdidas duelen tanto como la de nuestra mascota… Y es que son años de complicidad, entrega y compañerismo. Al comienzo, negamos lo ocurrido, lo buscamos por todos los rincones de la casa, pero no está en ningún lado. Luego, nos invade un vacío profundo. Las penas se agolpan en el pecho y, aunque intentamos controlarlo, las lágrimas comienzan a rodar por nuestra cara.
Al igual que con la muerte de un ser humano, el duelo de un perro implica para nosotros, las personas, aceptar que alguien significativo se ha ido para no volver más. Éste es un proceso y, por ende, hay que vivirlo como tal.
Para ello, es fundamental celebrar un rito de despedida para nuestro querido amigo, ya sea enterrándolo en el jardín de la casa y hasta rezando una oración.
Es vital recobrar el cariño de nuestro compañero perruno a través de las innumerables anécdotas que vivimos junto a él.
Otra cosa importante es ir aceptando este sentimiento de tristeza, no negarlo, y por ende darse espacio para llorar.
También es esencial, rodearse de un buen círculo afectivo, pues una pena compartida y expresada equivale a media pena.
Hablar del tema alivia el corazón y nos permite integrar la muerte a la vida.
Con el tiempo, la pérdida pasa a ser un recuerdo en nuestras memorias.
Rufo será imborrable en nuestros corazones.
L.R.J.C.